Como en todas las monarquías de la
Cristiandad, y para mantener la ortodoxia católica en sus reinos, los Reyes
Católicos fundaron en 1.478 el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición como
Tribunal Eclesiástico bajo control directo de la Monarquía, cuya jurisdicción
se extendía sobre todos sus súbditos cristianos bautizados.
El
Padre Morcillo también fue designado Calificador del Consejo de la Suprema y
General Inquisición Los calificadores eran teólogos a los que competía
determinar si en la conducta del acusado existía delito contra la fe en los
distintos Tribunales a través de los cuales la Inquisición ejercía su
jurisdicción.
Si
la sentencia era condenatoria, implicaba que el condenado debía participar en
la ceremonia denominada auto de fe, que solemnizaba su retorno al seno de la
Iglesia (en la mayor parte de los casos), o su castigo como hereje impenitente.
Los
autos de fe solían realizarse en la
plaza mayor de la ciudad, generalmente
en días festivos y fueron a menudo llevados al lienzo por pintores, como es el
caso del auto representado en el cuadro de Francesco Rizzi, celebrado en la
Plaza Mayor de Madrid bajo la Monarquía de Carlos II el 30 de junio de 1680.
En estos y otros menesteres se encontraba ocupado Fray Diego Morcillo, cuyo corazón, según nos relata el Padre Cavallería, no resultó envanecido por tantos honores, que nunca le distrajeron de las oraciones, disciplinas y mortificaciones propias de su regla conventual; hasta que, ya finado el Rey Carlos II, aceptó la Mitra de Nicaragua a la que fue presentado en 1.701 por su sucesor el amable monarca Don Felipe V, primero de los Borbones españoles. “Fray Diego aceptó la Dignidad Episcopal por darle ya en rostro la estimación grande que de su persona se hacía en la corte y lograr un honroso destierro de sus aplausos, y ser Pastor de Almas, en donde no fuese conocido”.
Así fue que el Padre Morcillo, a la provecta edad de sesenta y un años, marchó en 1.703 a Indias para tomar posesión de la sede episcopal de Nicaragua y Costa Rica en tanto que Europa quedó sumida en la larga y cruenta Guerra de Sucesión; ya que no resultaron ni mucho menos indiscutidos los derechos de la dinastía Borbónica a ocupar el Trono de España.
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